Camboya – Kompong Cham

Kompong Cham es una provincia que comparte nombre con su capital y significa “Puerto de los Cham”, debido a un amplio grupo de musulmanes que vive en estas tierras.

Se asienta a las orillas del Mekong y tiene la mayor densidad de población de todo el país. Muchos de sus habitantes viven de la pesca, de las plantaciones de caucho y de la seda, con la que se fabrican los mejores kramas, el pañuelo típico de Camboya.

La ciudad es tranquila, tiene algunos edificios de corte clásico y un faro que se encuentra al otro lado del río, todo ello herencia de la época en la que Camboya fue un protectorado francés.

Después de una breve parada en una estación de servicio donde pudimos comprar (pero no lo hicimos) snacks típicos camboyanos como grillos, tarántulas, gusanos o fetos de pato asados, llegamos a la parada de bus de Kompong  Cham, casi 4 horas más tarde.

Decidimos pasar dos noches en el Reasmey Cheanich Hotel, donde nos atendieron dos chicas majísimas que hablaban casi el mismo inglés que yo alemán. Pero con una sonrisa nos entendemos todos.

Alquilamos dos bicis por 1$ cada una y nos dispusimos a buscar el faro por la orilla oeste del Mekong, internándonos en el barrio Cham de la ciudad. Nos llamo la atención ver mujeres camboyanas con el pañuelo musulmán y una mezquita a medio construir, aunque su cúpula era visible desde casi cualquier punto de la ciudad. Cuando estábamos en el quinto pimiento decidimos que ya teníamos que haber encontrado el faro, y que hacia un calor que se derretían las piedras, así que  nos tomamos un refrigerio y volvimos al hotel.

Cuando paso la solana decidimos alquilar una moto por 7$ y coger un mapa porque así no llegábamos a ninguna parte. Nos dieron una fotocopia de uno hecho a mano y en francés con el que pudimos deducir que no solo íbamos en dirección contraria buscando el faro sino que estábamos en la orilla que no era. La gallina descojonada de la risa (cuando iba con 40 grados a la sombra en la cestita de la bici no se reía tanto).

Con la moto llegamos lejos: primero buscamos el puente de bambú que iba a la isla de Koh Paen, pero por lo visto estaba roto (lo reconstruyen casi todos los años después de que las crecidas del Mekong en época de lluvias se lo lleven por delante). Luego fuimos a nuestro segundo destino. Según el maravilloso mapa teníamos que pasar un hipódromo, una estatua de un dragón y al llegar a otra estatua de un pájaro, girar a la derecha y llegaríamos a Phnom Pros y Phnom Srei, la Colina Hombre y la Colina Mujer (para los camboyanos las colinas son importantes porque en esa zona el país es plaaaano plano plano). 15 km después decidimos preguntar a unos paisanos (enseñando los nombres en jemer de la Lonely Planet) y, efectivamente, un poco más y llegamos a Tailandia. Dimos la vuelta, preguntamos de nuevo para asegurarnos, y por lo visto la estatua del dragón era la del pájaro (están locos estos galos). Así que allí estaba lo que andábamos buscando, un conjunto de templos donde encontramos, ademas de monjes budistas, un rebaño de cabras, una cerda de buen año con sus cerditos y un montón de monos que nos tuvieron entretenidos una hora. ¡Si es que son taaaan parecidos a nosotros! Queríamos haber visto la fundación Amica (una ONG que se dedica a introducir a los visitantes en la vida rural de Kompong Cham),pero con la vuelta por Tailandia se nos había ido un poco de hora. Volvimos al pueblo, cenamos en el Mekong Crossing donde catamos el bistec al estilo jemer que cualquier parecido a la carne de Ternera de la Cabrera leonesa era pura coincidencia, y otro par de cosillas que fritas con aceite de coco perdían todo el sabor. Ay… el aceite de oliva…

Al día siguiente cogimos la moto desde primera hora y fuimos en primer lugar a visitar los pueblos flotantes de la orilla este. Después cogimos la carretera rumbo a Chup con intención de ver las plantaciones y la fábrica de caucho. Por 2,5$ cada uno pudimos ver todo el proceso de tratamiento del caucho: lo recogen y almacenan en una nave, donde lo desmenuzan, y lo llevan a otra donde se lava y se trata con productos químicos, obteniendo varias calidades: una blanquísima, otra amarilla y otra casi negra. Todo esto intuición, porque los dos momentos en los que intentamos comunicarnos con los trabajadores fue casi imposible entenderse más que por señas.

Más tarde paramos en el camino para ver detenidamente las plantaciones de caucho, pero por lo visto el atractivo turístico éramos nosotros mismos, porque los niños que andaban por allí se acercaban a vernos. Dos parejas en bici pararon a saludar y aprovechamos a sacarles unas fotos. Y cuando Alex se acercó a enseñárselas pusieron la misma cara que cuando, viendo los toros desde la barrera, ves que la saltan para dentro. ¡¡Vaya susto!! Al final se dieron cuenta de que, a pesar de la barba, Alex no muerde (o no siempre). A la vuelta paramos a ver el faro francés pero no nos dejaron subir (o eso creemos que nos dijeron).

Antes de continuar la ruta nos tomamos un refrigerio en el Moon River, a orillas del Mekong, y luego, de nuevo, carretera y manta, unos 40 minutos hasta el Wat Hanchey. El camino fue de lo más entretenido, o al menos para los lugareños, que nos miraban como las vacas al tren, y para los niños que, 100 metros antes de que llegáramos, ya habían olido el flu-flu antimosquitos y nos gritaban “Hello!”.

Se nos ocurrió la feliz idea de parar un momento a ver como un “mago” entretenía a un centenar de niños… y para algunos se acabó el show. Porque empezaron a mirarnos y a acercarse hasta que una pequeña empezó a hacerme un interrogatorio en ingles: cómo te llamas, cuántos años tienes, cuántos hermanos y hermanas tienes, de dónde eres, a dónde vas. Su compañera, la poli mala, me apuntaba con un flexo mientras me echaba el humo de un cigarro a la cara. Creo que supe responder todo corréctamente porque me dejaron marchar. Desde la distancia, Alex se descojonaba y sacaba fotos. Me gustaría haberlo visto a él con quince críos rodeándole.

Durante el camino no pude parar de mirar a ambos lados de la carretera las casas de la zona. ¡Cada cuál más curiosa! ¡Os prometo que podría escribir un post explicándolas!

Por fin llegamos al Wat Hanchey, un pueblo muy curioso donde los monjes, lugareños y visitantes se mezclaban entre aperos de labranza etiquetados, estatuas de dioses, animales y frutas con su nombre escrito en jemer e ingles. Un buen modo de aprender. Cuando estábamos a punto de irnos nos asalto “El policía turístico”, un camboyano con una sonrisa de oreja a oreja que nos dijo que, como éramos turistas, teníamos que pagar 2$, y que la entrada incluía la visita del Wat Nokor, Phnom Pros y Phnom Srei. Eso sí, el tío nos saco un papel super profesional donde apunto todo y dijo que tenía validez hasta mañana y que podíamos comprobar lo que nos estaba diciendo en nuestra guía. Realmente, EN LA NUESTRA no ponía nada de pagar en Wat Hanchey; sí que la entrada a los otros dos era conjunta. En cualquier caso, demasiado tarde. Cinco minutos después nos lo encontramos con unos pantalones rojos y una camiseta blanca saludándonos y diciéndonos “que era el mismo de antes que ya había acabado su turno”. Ya lo sabemos, pájaro, y que te has puesto el traje de policía para cobrarnos los 4$ también. En el camino de vuelta nos lo encontramos de nuevo y nos saludo super feliz. De verdad, que en este país con una sonrisa se llega a cualquier lado.

El camino de vuelta fue parecido al de ida. Nos tomamos una cerveza en el Smile mientras decidíamos nuestro siguiente destino, compramos los billetes en el propio hotel, donde por 10$ nos gestionaron una furgoneta para el viaje  y terminamos el día otra vez en Moon River que ríete tu del aceite de coco de ayer. Yo una ensalada de pollo, Alex optó por un plato jemer llamado Lok Lak, y lo acompañamos con unas baguettes con tomate, ajo y albahaca que no se las salta un gitano. Y unas Angkor, compañeras de viaje infatigables que, sin saberlo aún, nos iban a acompañar durante todo el mes.

Próximo destino decidido: ¡¡¡nos vamos a Kratie!!!

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