Desayunamos en el hotel de Kompong Cham e hicimos nuestros primeros pinitos con la fruta camboyana. Aún no sabemos qué probamos, pero se dejaban comer.
A las 7:30 nos recogió un tuk-tuk que nos llevó dónde estaba la furgoneta que nos llevaría a Kratie. Sabíamos la regla: hasta que no se llenara no salíamos; lo que no sabíamos era “hasta donde se tenía que llenar”. Sólo fuimos 14 en una furgoneta de 12, nada comparado con lo que nos esperaba al día siguiente. Entre los viajeros, un niño con la camiseta del Atlético de Madrid. Curioso lo de las camisetas de fútbol entre los jóvenes camboyanos…
Nos alojamos en el Dolphin River, donde nos atendió de 10 la teniente O’Neil de Kratie, que hablaba bastante bien inglés y tenía un walkie-talkie maléfico con el que traía firmes a todos los empleados: al de las motos, al de la cocina, a las que limpiaban la habitación… ¡y no mediría 1,50! ¡Canijas al poder! Dejamos los trastos, nos dimos un baño en la piscina, ¡porque tenía piscina! Y nos explico cómo ir a ver los delfines del Irawadi (mal llamados «de agua dulce») por nuestra cuenta haciendo paradita en la colina de Phnom Sombok.
El cielo estaba más negro que el sobaco de un grillo pero la Teniente O’Neil de Kratie nos dijo que no había problema (a sus órdenes). Alex quería ir en tuk-tuk por si nos mojábamos pero yo sabia que no nos íbamos a mojar… ¡lo sabia! Así que alquilamos una moto y 5 kilómetros más tarde estábamos resguardados en un soportal de un wat que encontramos en el camino porque caían chuzos de punta. ¡En tuk-tuk no habría tenido tanta gracia! El aguacero duró dos minutos y proseguimos nuestro camino hasta Phnom Sombok, una colina con tres tramos de cientos de escaleras rodeados de monjes de cemento tamaño Pau Gasol. Desde lo alto pudimos ver Kratie al fondo y toda la orilla del Mekong a nuestros pies.
Continuamos el camino pasando por la curiosa aldea de Kampi hasta llegar al lugar donde podríamos coger la barca que nos llevaría a ver los delfines del Irawadi (en peligro de extinción en el Mekong) por 9$ cada uno. Mereció la pena. Subimos a contracorriente del impresionante Mekong (repito: IM-PRESIONANTE Mekong) más de 30 minutos. Estuvimos casi tres cuartos de hora sin quitar los ojos del agua viendo como se asomaban, resoplaban y jugaban a nuestro alrededor… y tratando de pillarlos con la cámara (no se dejaban, los vergonzosillos…).
Volvimos aún alucinando para quedarnos en las escaleras del embarcadero viendo ponerse el sol. La gallina que se quería ir, que se quería ir… así que nos tocó volver (por no aguantarla).
Media hora más tarde estábamos de vuelta en Kratie tomando unas cervezas, y aprovechando para cenar en un garito jemer a orillas del río.
Al día siguiente nos esperaba un viaje épico en una furgoneta que debía ser de Bilbao (¡próximamente!) porque entramos 21 tíos, 20 sacos de carbón, tres cajas, una rueda y el equipaje de todo el personal…
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