El viaje de vuelta iba a ser largo así que nos lo quisimos tomar con relativa calma. Sihanoukville, Phonm Penh, Bangkok… iríamos retrocediendo sobre nuestros pasos, pasando por aquellos lugares que tanto nos habían sorprendido y gustado unas semanas antes. Al fin y al cabo ninguno de los tres teníamos prisa (ni ganas) por volver y siempre quedan cosas nuevas por descubrir.
Tranquilidad, relax y buenos alimentos; esa era la consigna. Y nos lo tomamos al pie de la letra porque lo primero que hicimos al volver a pisar el muelle de la playa de Serendipity, en Sihanoukville, fue ir a zamparnos una pizza bien grande. Llevábamos toda la mañana sin probar bocado por aquello de que el speed ferry no nos volviera a arruinar el día y la verdad es que estábamos ansiosos por llenar el buche, sobre todo la gallina que no había encontrado mucho que llevarse al pico durante nuestra estancia en Koh Rong Samloem.
Nos alojamos otra vez en el Aqua Family Resort, donde ya habíamos estado antes de partir hacia la isla, y dedicamos la tarde a descansar, a contratar el autobús del día siguiente a Phnom Penh, a una visita rápida al «super» a por las últimas especias que nos íbamos a llevar… y cómo no, a tomarnos nuestras últimas cervezas en el Monkey Republic, esta vez acompañadas por un monumental plato de costillas asadas, al que habíamos echado el ojo el primer día que estuvimos. No podíamos irnos de Sihanoukville sin despedirnos del que casi había sido nuestro «segundo hogar» durante nuestros días allí.
A la mañana siguiente cogimos el bus hacia la capital. Phnom Penh nos esperaba con su habitual caos, que nos recibió con los brazos abiertos nada más pisar tierra en la estación de autobuses. Volvíamos al inicio, donde había empezado todo cinco semanas atrás, donde comenzó de verdad nuestro viaje por aquel país de locura y donde habíamos flipado a cada paso que dábamos por primera vez. Y sin embargo, la sensación era diferente. No nos agobiaban los millones de tuk-tuks que circulaban por todas partes, ni nos asustaban sus conductores intentando convencerte para que te subieras. El caos, el ruido, el bullicio… se habían vuelto, de alguna forma, familiares, casi entrañables. Aquella ciudad no había podido cambiar en tan solo un mes; pero estaba claro que el país nos había cambiado a nosotros.
Negociamos un buen precio con el conductor de uno de los tuk-tuks que nos llevó hasta el hotel y, además, quedamos con él para que, a la mañana siguiente, nos llevase al aeropuerto. Esta vez elegimos el Eighty8 Backpackers, que estaba un poco más al norte que el Good Morning Guest House donde habíamos dormido durante nuestra anterior estancia en la ciudad. Quizá el hecho de estar un poco más alejado del centro hiciera que esa parte de Phnom Penh nos pareciera más «amable», menos bulliciosa; quizá, como he dicho antes, ya nos habíamos acostumbrado al ritmo de aquel país.
Llegamos, comimos y, sin tiempo que perder, decidimos patearnos aquella zona de la ciudad. Hicimos una visita al Psar Thmei, el mercado central de la ciudad, donde terminamos de comprar los últimos regalos para la familia; nos dimos un paseo por la zona del río, disfrutando de la cantidad de gente que, aprovechando el fin de semana, paseaba, jugaba o simplemente tomaba el sol sentados a la orilla del Tonlé Sap; y cuando ya anochecía, nos fuimos al mercado nocturno donde, sorprendentemente, no encontramos casi ningún extranjero, con lo que sentirse como un camboyano más y sumergirse en su ambiente fue coser y cantar.
Cuando nos cansamos de dar vueltas y nuestros pies empezaron a pedir un descanso, nos volvimos al hotel. Pero de camino Phnom Penh decidió que nos iba a dar una sorpresa y nos regaló un último espectáculo difícil de olvidar: cientos de enormes murciélagos revoloteando alrededor de unos enormes olmos salían a buscar comida. Había llegado su hora de cenar, se habían puesto sus mejores galas y, todos juntos, daban vueltas y vueltas a los gigantescos árboles, montando un jaleo considerable con sus chillidos y sus aleteos. Ya los habíamos visto antes, en Kompong Thom, pero entonces estaban durmiendo. Verlos así, tan cerca, tan activos, revoloteando alrededor tuyo, impresionaba y mucho.
Después de contemplarlos durante un rato, nos fuimos hacia el hotel. De camino paramos a cenar el que iba a ser nuestro último Lok Lak; no podíamos irnos de Camboya sin degustar por última vez aquel estupendo plato de, cómo no, arroz con cosas y salsa de pimienta y limón que tanto nos había enamorado. En el restaurante no debían esperar mucha clientela ya que no tenían ni cerveza fría. En cuanto pedimos las correspondientes Cambodia, la chica que nos atendió fue corriendo a la tienda de al lado a buscarlas. Ya en el hotel, dejamos todo preparado para el día siguiente; el madrugón iba a ser importante.
Nuestra última noche en Camboya pasó rápido. Y el viaje hasta el aeropuerto también. El conductor de tuk-tuk que esperábamos no se presentó (al parecer le había salido otro trabajo mejor remunerado) pero en su lugar vino un amigo suyo que, por el precio pactado el día anterior con el otro, nos llevó raudo y veloz a nuestro destino. Que cumplidores estos camboyanos. Durante el trayecto íbamos mirando hacia todos los lados, como intentando quedarnos con el máximo de imágenes posibles en nuestra memoria. Realmente era sorprendente la cantidad de gente que, a las seis de la mañana, hacía gimnasia en los parques, montaba sus puestos, abría sus tiendas y restaurantes… El ajetreo habitual de Phnom Penh resultó ser más madrugador que nosotros. No sé por qué nos extrañábamos.
El vuelo hasta Bangkok fue corto y nuestra estancia allí también. Apenas íbamos a estar un día y decidimos que teníamos que aprovecharlo al máximo. La tarde a dedicamos a ver lo que había que ver. O, por lo menos, a intentar verlo, cosa que fue casi imposible con la cantidad de japoneses, chinos y demás turistas extranjeros que abarrotaban literalmente los sitios de interés. Así, dimos unas vueltas cerca del Palacio Real, el Wat Pho y el Wat Arun, pero viendo la marabunta de gente, decidimos que lo mejor sería ir a lo práctico y a lo importante: Khao San Road.
En Khao San Road y en Rambuttri Alley, la calle paralela a ésta, pasamos nuestras últimas horas del viaje. Nos tomamos las cervezas de rigor, cenamos y, durante la mañana del día siguiente, hicimos lo que hacen todos los turistas que pasan por allí: gastarnos hasta el último bath. Tanto que tuvimos que regatear hasta la saciedad con el conductor del tuk-tuk hasta lograr un precio que nos dejase algo de efectivo para pagarnos los billetes del tren que nos tenía que llevar hasta el aeropuerto de Suvarnabhumi.
Y aquí empezaban las 27 horas de vuelos, aeropuertos, enlaces, salas de espera, aburrimiento, cansancio, nostalgia y pena que nos separaban de casa. Aquí, en el impresionante aeropuerto de Bangkok, el mismo que nos había visto llegar con la gallina a cuestas 36 días atrás, acababa nuestro viaje. No merece la pena contar nada sobre las horas que pasamos en los aviones de vuelta a casa. En realidad no hay mucho que contar. Los silencios eran mas largos que las conversaciones y las ganas de llegar iban creciendo a medida que el nudo que se nos formaba en el estomago por tener que terminar nuestra aventura era más grande.
Teníamos ganas de ver a la familia y a los amigos; teníamos ganas de dormir en nuestra cama; ganas de utilizar nuestro baño, nuestra cocina… pero no teníamos ninguna gana de volver. Era un extraña sensación de nostalgia, de mirar constantemente hacia atrás sabiendo que tu camino esta delante. Los recuerdos se agolpaban en la cabeza unos tras otro, mezclando imágenes, lugares, sitios, gente… El día de llegada a Camboya resultaba muy lejano ya. Parecían haber pasado meses y sin embargo únicamente habían transcurrido apenas 36 días. Sólo nos quedaba el consuelo de haber aprovechado al máximo todos y cada uno de los 36.
Llevábamos más de un año preparando un viaje que tocaba a su fin. 12 meses en los que habíamos soñado con miles de paisajes, de lugares, de aventuras, de sensaciones… Con conocer gente maravillosa como Sopha, Kim, Rosa y Vicky, Tom…; habíamos soñado con lugares increíbles como Sen Monoron, Kratie, Kompong Cham, Koh Rong Samloem…; habíamos soñado con vivir una gran aventura, nuestra aventura; habíamos soñado con Camboya.
Y todos esos sueños estaban cumplidos con creces. Camboya se había portado bien con nosotros y nos había devuelto todas las expectativas que habíamos puesto en ella. Nos toca a nosotros ahora portarnos bien con Camboya. Y con este blog, con este diario, que empezó como una forma de recordar todo lo que íbamos viviendo por aquellas tierras para no olvidarnos nunca de ello, esperamos quedar en paz, devolverle el favor y agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros durante más de un mes, un país que nos ha ganado, que nos ha enamorado y que se ha reservado un rinconcito en nuestro corazón. Tres meses más tarde, mientras escribimos estas lineas, todavía te echamos de menos.
27 horas después, los tres llegábamos a casa. Comenzaba nuestro próximo viaje.
Enhorabuena por vuestro periplo camboyano y las detalladas crónicas, sin duda alimentan el ánimo viajero de quien lo lee.
¡A la espera del próximo viaje!
¡Gracias, David!
Esperamos que sirva de «chispa» para aquellos que se lo están pensando… ¡anímate! 🙂