Lo de Jack Sparrow es más difícil pero a los Locos del Cannonball les conoces de sobra. Y si no sabes quienes son, yo diría que no mereces vivir. Aun así, si tu cultura cinematográfica es escasa, si se reduce a las películas de Isabel Coixet y tus días, por tanto, son tristes y no conoces este clásico del cine, la gallina te lo explica en un periquete.
Esta comedia de los ochenta te cuenta una frenética carrera de coches en la que diversos personajes tienen que atravesar el país de costa a costa sin ningún tipo de reglas ni normas, y hacen todo lo posible por ganar la competición utilizando toda clase de trucos para dejar fuera de combate a sus contrincantes. Y sale (pónganse en pie) Burt Reynolds. Queda todo dicho.
Pues bien. Estos de la Cannonball son los personajes de Disney comparado con los amables conductores de Sri Lanka. Sin reglas, sin normas, sin piedad. Así se conduce aquí. La ley del más fuerte (en este caso del más grande). Yo tengo un autobús; tú un tuk-tuk. No sé si lo pillas, amigo, pero si no te quitas, te paso por encima. Literal. Lo leo en sus ojos cada vez que me tengo que lanzar al arcén con nuestro pequeño y verde amigo porque si no, nos lanzan ellos.
Sí señores. Este es el país que nos ha acogido y del que vamos a disfrutar durante casi un mes subidos a bordo de la nave del capitán Jack Sparrow. En su honor, bautizamos a nuestro pequeño tuk-tuk como «La Perla Negra». Le podíamos haber llamado Bob Marley, calavera, Adidas, Reebok, iPod… todas ellos motivos decorativos básicos y casi obligatorios en un tuk-tuk srilankés que se precie. Pero no, nos tocó Jack y los piratas del Caribe. Pedimos uno con la pegatina de Fernando Llorente, que es muy guapo, pero no les quedaban.
Igual estáis pensando que soy un exagerado. Pues no. Además, por si el largo vuelo te ha dejado más tonto que de costumbre, la cruda realidad se encarga de ponerte en tu sitio nada mas aterrizar. Así, cuando sales del aeropuerto Barandanaike de Negombo, cruzas la carretera, levantas un brazo, se para un autobús, subes y te das cuenta que le faltan las puertas, los cristales, todos los paneles de control del conductor están vacíos y el chofer se las arregla como puede con un volante que no es ni redondo y con una palanca de cambios que no es más que un palo metido en un agujero… es entonces cuando piensas que quizá no fue buena idea lo de alquilarse un tuk-tuk y que, si llegas vivo a la estación, te espera un mes de lo más divertido.
Lo de la diversión no lo tenía tan claro el dueño de la máquina revolucionativa, el arrendador del tuk-tuk y copropietario de un hostal y un restaurante que, casualidades de la vida, eran, según él, de lo mejorcito del país y que estaban, oh milagro, justo al lado de la oficina de alquiler. Y es que fue llevarnos a un campo de voleibol, donde unos jóvenes jugaban ajenos al peligro que se avecinaba, a practicar con el cacharro y se le cambió la cara. Al tercer niño atropellado, dijo que era suficiente para el primer día y que no me preocupara que, en un par de semanas, se le cogía el truco.
A la mañana siguiente, antes de partir, y todavía intranquilo, nos llevó hasta un taller para hacerle los últimos retoques al tuk-tuk y nos dejó enfilando la salida de la ciudad. Nos deseó suerte, nos dió un abrazo y se despidió. Nos quedamos solos los tres, mirándonos unos a otros y pensando que justo en ese momento empezaba nuestra verdadera aventura.
Yo me di cuenta de ello tres minutos más tarde cuando, encogido a los mandos de tuk-tuk e intentando encajar las rodillas en algún sitio, comprendí que, si no hay conductores de tuk-tuks de 186 cm, es por algo.
Así pues, nos pusimos el mono de piloto, rellenamos el depósito y arrancó la carrera. De costa a costa, de norte a sur… sin piedad, sin miramientos. Pobre del que se ponga en nuestro camino. Eso fue lo que decíamos cuando un autobús que circulaba en sentido contrario se puso a adelantar a una moto mientras nosotros tratábamos de esquivar a una vaca que paseaba por el arcén. No hay normas, no hay reglas… ¡¡somos muchos y solo puede pasar uno!!
Pasó el autobús. Los demás casi morimos en el intento. Menos la vaca, que siguió su camino como quien oye llover.
Saliamos de Negombo hacia Anuradhapura. Sólo nos quedaban cuatro horas y media de camino hasta nuestro destino y 25 días por delante.
¡¡Alea jacta est!!
Que bueno!!!
Me encanta!! Aventureros!! Abrazos!!!