Al poco de salir de Negombo rumbo a Anuradhapura nos dimos cuenta de que los 145 kms que separaban las dos ciudades no iban a ser un paseo de hora y media. Al ritmo que nos marcaba nuestro tuk-tuk, que cuando se volvía loco y se embalaba, llegaba hasta los 50 Kms/h, íbamos recorriendo las carreteras de un país al que acabábamos de llegar y que nos sorprendía en cada curva que dábamos. Pensábamos que, ese choque cultural de «dónde hostias me he metido» lo traíamos medio superado después del viaje a Camboya del año pasado; pero estábamos equivocados y nos iríamos dando cuenta kilómetro a kilómetro.
Cuando los calambres en cuello, espalda y piernas empezaron a ser insufribles, el sol apretaba de lo lindo y los rugidos del estomago se oían por encima del ruido del motor del tuk-tuk, paramos a comer. Lo hicimos en un restaurante de carretera, por llamarlo de alguna forma. El típico garito de menús para camioneros pero sin menú y sin camioneros. Plato único: rice and curry. Lo tomas o lo dejas.
Iba a ser el primero de los muchísimos que nos zamparíamos durante el viaje. Y digo zampar por no decir devorar, porque están espectaculares. Unos más; otros menos, pero nunca nos han defraudado. En este caso se trataba de un buffet. Coges el plato, te sirves todo el arroz blanco que tu quieras y luego o aderezas con tantos currys como tu quieras. Lo mezclas todo y para adentro. Al segundo bocado se te vienen todos los demonios a la boca, al tercero te quieres arrancar la lengua, al cuarto el del bar se esta descojonando de ti y comentando la jugada con los demás comensales compatriotas y al noveno no sientes la boca, te lloran los ojos y tienes la camiseta como las de Camacho en el mundial de Corea. Pero eso sí: apuras el arroz, te levantas orgulloso, miras a la parroquia con aire triunfante y te vuelves a llenar el plato. Al fin y al cabo es un buffet y, en nuestro país, un buffet es sinónimo de «comer hasta reventar o morir en el intento».
Con más calor que al entrar, pagamos la astronómica cifra de 600 rupias de Sri Lanka (LKR), unos 3,5€, nos despedimos de nuestros anfitriones y proseguimos nuestro camino. Habíamos dejado atrás Puttalam, ciudad costera al norte de Negombo y paso obligado para ir a Anuradhapura y nos encaminábamos ya hacía el interior del país. Sobre las 4 de la tarde llegamos a nuestro destino. Teniendo en cuenta que para las seis y media anochecía, teníamos que darnos prisa si queríamos encontrar alojamiento y no dormir en el tuk-tuk. Nos pusimos a ello y, después de dar unas cuantas vueltas, mosquearnos con el de la Lonely un par de veces y acordarnos de varios personajes de la religión católica occidental, por fin dimos con el Coconut Park, una guesthouse de solo tres habitaciones, apartada del bullicio de la ciudad y rodeada de cocoteros.
Para cuando nos instalamos, nos duchamos e invitamos a salir de la habitación a todos los bichos que la ocupaban, ya había anochecido, así que decidimos que, para completar un día redondo, solamente nos faltaba inaugurar nuestro particular capitulo de «cervezas de Sri Lanka«. Así que buscamos un bar, pedimos dos cervezas y nos sentamos a contemplar el paisanaje. Aunque más bien eran ellos los que nos observaban a nosotros, preguntándose qué demonios harían allí dos individuos con esas pintas conduciendo un tuk-tuk. Mientras degustábamos nuestro medio litro de «Special Brew» con 8,8º de alcohol, ideamos nuestro plan de acción del día siguiente: ver las ruinas de Anuradhapura sin pagar un solo dólar. Después cenamos algo y nos fuimos a la cama.
No sabemos si fue el cansancio o los 8,8º de la cerveza pero nuestro plan del día siguiente empezó torcido. A las diez de la mañana, hora en que debíamos dejar nuestra habitación del Coconut Park, el encargado estaba despertándonos aporreando nuestra puerta. Se estaba tan a gusto allí que nos habíamos quedado dormidos. Recogimos todo en un periquete y salimos a por nuestro desayuno. Al principio a Roshan, el encargado de la guesthouse, no le convencía la idea de tener que poner el desayuno a esas horas a dos gandules que se habían quedado sopa. Pero al final cedió. Y no le debimos caer mal del todo porque nos deleitó con un desayuno de los que te ponen las pilas para todo el día. Algo que, por otro lado, iba a ser lo habitual en todos los sitios donde nos alojamos en nuestro viaje.
Otra de las cosas a las que nos tendríamos que ir acostumbrando es a levantar curiosidad allí por donde pasábamos. Y es que no es lo habitual ver a dos occidentales conduciendo su propio tuk-tuk. Entre esto y que los srilankeses son de lo mas curiosos, fueron muchas las ocasiones en que tuvimos que contar que el tuk-tuk era nuestro, que lo habíamos alquilado en Negombo, que nos había costado 10 dólares por día, que íbamos a estar un mes recorriendo el país y que Sri Lanka nos gustaba mucho. Roshan no fue una excepción y, después de desayunar, estuvimos hablando con el un rato largo sobre el tema. Le enseñamos nuestro tuk-tuk y el nos enseño el suyo, convenientemente tuneado como mandan los cánones del país.
Nos despedimos de el y nos dispusimos a poner en practica nuestro plan. Sabíamos de antemano que muchos de los sitios que hay que ver sí o sí cuando viajas a Sri Lanka tienen unos precios desorbitados. Y como no son pocos esos sitios de obligada visita, nuestro presupuesto se podría resentir si no andábamos con cuidado. Así que decidimos que Anuradhapura sería uno de esos lugares en los que no nos queríamos gastar los 30 dólares que cuesta el ticket. Sin embargo, en algún sitio habíamos leído que había una especie de «ruta alternativa» por las ruinas y templos de la ciudad. Alternativa por no decir gratis. Así que, cogimos el tuk-tuk y nos lanzamos a un curioso juego del gato y el ratón con la policía y encargados de controlar los accesos a los recintos que forman el patrimonio histórico de Anuradhapura.
El juego consistía en lo siguiente: cuando veíamos a lo lejos alguna estupa, algún Buda gigante o alguna de las ruinas que había que visitar, nos dirigíamos hacia ella. Cuando llegábamos al punto de la carretera en la que la policía controlaba el acceso, cambiábamos de dirección e intentábamos rodear el monumento, buscando siempre una «puerta trasera» desde donde verlo. En cuanto se percataban de que estábamos haciendo trampas, la policía venia hacia nosotros o simplemente nos hacia gestos para que nos acercásemos. Ibamos donde ellos con la guía en la mano y, antes de que pudieran decir nada, les ametrallábamos con preguntas, gestos e indicaciones, haciéndoles ver que de trampas nada, oigan, que somos gente seria que se ha perdido y busca su hotel. Nos indicaban como llegar, nos despedíamos después de explicarles que el tuk-tuk era alquilado, que su país nos gustaba mucho y tal y cual y vuelta a empezar.
Y así fue cómo nos tiramos media mañana. Cuando nos cansamos de ver ruinas y estupas y empezamos a repetir preguntas a los mismos policías, que nos miraban ya un poco desconfiados, decidimos que era el momento de marchar. No sabemos si habría merecido la pena pagar la entrada y ver todo tranquilamente. Pero sabiendo como somos, que las ruinas y los templos nos gustan solo para un rato, creemos que hicimos bien. Sobre todo pensando en que ese dinero que nos habíamos ahorrado en Anuradhapura no nos lo íbamos a gastar en cervezas, sino que lo íbamos a invertir en ver algo que, simplemente, nos apeteciera más.
Rellenamos el deposito de la Perla Negra y pusimos rumbo a Mihintale, parada obligatoria de camino a Dambulla, donde dormiríamos esa noche.