Nos dirigimos hacia una de las ciudades más bonitas de Vietnam, Hoi An. Desde Dalat son algo más de seiscientos kilómetros por las maravillosas carreteras y con el maravilloso tráfico del país. Sí queridos lectores, habéis acertado: no va a ser cómodo, no nos va a gustar y sí, nos va a doler. El viaje lo haremos de dos tandas. Un primer autobús, muy cutre, que nos llevó hasta Na Thrang, fue genial; cinco horitas para avanzar ciento cincuenta kilómetros. En Na Thrang tuvimos que esperar a un segundo transporte, este ya sleeping bus, que nos iba a llevar a nuestro destino final, Hoi An, ciudad Patrimonio de la Humanidad, a la que llegamos a las seis de la mañana. Entre ponte bien y estate quieto habíamos tardado diecinueve horas para recorrer los 750 kilómetros.
Negociamos una lanzadera que por euro y medio nos acercó al hostel que habíamos elegido para dormir. Como no eran horas, nadie nos recibió y decidimos ir a desayunar. Sí, no falláis una: huevos y pan de nuevo. El hotel en cuestión estaba bastante alejado del centro de la ciudad y es que Hoi An es una ciudad pintoresca y maravillosa y por eso está petada de turistas, y no sólo occidentales. La ciudad, fundada por los Cham en el siglo II, fue uno de los puertos más importantes del sureste asiático en la antigüedad y numerosas colonias de comerciantes chinos y japoneses la transformaron en lo que ahora es. Es por ello que sus calles están repletas de turistas a todas horas y, si lo juntas con el calor propio de una ciudad costera del sureste asiático,…telita. Entre todos sus atractivos turísticos destaca el puente cubierto japonés y un sinnúmero de antiguas residencias de comerciantes chinos que está restauradas para el deleite del turista. Por supuesto hay que pagar por todo, hasta para pasear por la calle.
Eran las siete de la mañana y, una vez dejadas las mochilas en el hotel, nos fuimos dando un paseo al centro. Calentaba ya de cuidado. Primero fuimos a echar un ojo por el mercado local por necesidad más que nada. La mierda ya nos comía y necesitábamos un par de camisetas. Una vez elegidas, la señorita tendera nos pedía 150.000 chirimbolos por cada una. Después de un poco de regateo clásico sacamos las dos por 100.000 (cuatro euros): tenemos ya el culo pelao. Nos dedicamos a visitar la ciudad y a evitar encontrarnos con los que vendían los tickets para entrar en la ciudad. Si ya habíamos entrado veíamos una tontería pagar por entrar…
Un poco de vermut y comida en el mercado y decidimos volver al hotel a echar un poco de siesta. Estaba lejos pero como nos gusta andar y somos unos flipaos decidimos ir dando un vuelta. En mala hora. Los cuarenta años de peregrinación de los judíos por el Sinaí fue un paseo por Estocolmo el 1 de febrero al lado de lo que nos costó llegar. ¡Que calorina!¡Que sofoco!
Después de una siesta fresca, reparadora y rodeados de salamandras nos encaminamos de nuevo a la ciudad. Entre medias dimos con un bar de esos que nos gustan: cero occidentales, nadie habla inglés y medio litro de cerveza cuarenta céntimos. Y es que no necesitamos más.
Es por la noche cuando Hoi An presenta sus mejores galas. Toda la ciudad se ilumina con lámparas de papel de innegable influencia china y se crea una atmósfera muy especial. No en vano está considerada una de las ciudades más románticas de Asia y es uno de los destinos más demandados para lunas de miel, y no sólo de parejas orientales.
Para que el empalago sea mayor, por la noche la gente se dedica a lanzar flores de papel con una vela encendida al río, acompañadas de deseos de amor eterno y otras mierdas propias de pelis de Emma Watson. Y es cuando nosotros decidimos irnos a la camita, esta vez en taxi.
Nuevo madrugón, cinco y cuarto de la mañana. Nuestro destino es acercarnos a My Son y para ello la forma más cómoda de ir es en moto. Las propias chicas del hotel nos alquilan una (120.000 furremoles por todo el día). Cuando ven que no sabemos ni encenderla se santiguan y se despiden de ella. Creen que nunca volveremos. Con Cris a los mandos vamos en busca de unos de los reductos principales del antiguo reino de los Champa. La gallina y un servidor vamos agarrados a nuestra intrépida piloto. Después de perdernos un par de veces, pararnos a preguntar otras nueve y varios cambios de sentido de vértigo conseguimos llegar a nuestro destino. Una hora para cincuenta kilómetros. Os recuerdo que en Vietnam nueve de cada diez habitantes tiene moto, y hay 90 millones de vietnamitas, calculad.
My Son era uno de los centros espirituales durante el reinado de los Champa. Podemos ver las ruinas de unos 70 templos y construcciones, todas de origen hinduista, de estilo similar a los famosos templos camboyanos de Angkor. En tiempos de la colonización francesa las ruinas fueron parcialmente restauradas pero, posteriormente, fueron duramente bombardeadas por ejército americano. Aún se ven cráteres de dichos bombardeos. En la actualidad forman parte del Patrimonio Mundial de la Unesco y acogen cada día a muchísimos visitantes, con lo que la mejor hora para visitarlas es cuando abren, a las siete de la mañana. Y a esa hora llegamos nosotros. El lugar no decepciona; es una pena que no estén mejor conservadas pero la visita está recomendadísima y el ir a primera hora fue un acierto. Te hace recordar las pelis de Indiana Jones, pero no la hez esa de La Calavera de Cristal: me refiero a las viejas, las de Harrison Ford. Y como colofón a la visita, cada cierta hora los Coros y Danzas de los Champa ofrecen un espectáculo de bailes bastante curioso que hace las delicias de todos los visitantes, incluidos nosotros.
A eso de las diez de la mañana, cuando eso se llenaba de peña y empieza a hacer un calor que no hay quien pare, nosotros volvemos a Hoi An. El viaje de vuelta es mucho más tranquilo ya que conocemos el camino. Decidimos comer en el bar de moda que conocimos el día anterior. La señora encargada nos va enseñando el género ante la imposibilidad de comunicarnos en algún idioma y nos decantamos por unos chipirones y un poco de arroz: riquísimo.
Como tenemos moto optamos por ir a darnos un baño a la playa. La más famosa del lugar es la de An Bang que está a unos cinco kilómetros. El entorno es paradisíaco: arena fina, tranquilidad absoluta, apenas hay gente,…esta es la nuestra. Una señorita nos indica que podemos hacer uso de las tumbonas a cambio de consumir algo. En cuanto vamos a meternos en el agua una guiri nos grita algo así como ¡yellow fish!¡yellow fish! Nosotros no entender así que vamos al agua y acto seguido lo entendemos: plaga de medusas y además el agua como un caldo; nos sentimos como noodles en una sopa. Ante la imposibilidad de bañarnos de vuelta al hotel y a su aire acondicionado.
Después de un rato de siesta y relax vamos dando un paseo por otra zona de la ciudad buscando donde cenar. Paramos a refrescarnos con una cerveza en un bar cualquiera y decidimos cenar allí. La barrera idiomática vuelve a aparecer y eso de “queremos comer lo mismo que está comiendo ese chino de la mesa de al lado” no funciona así que vuelven a servirnos lo que ellos quieren. No obstante eligen bien: cenamos un “hazte tú mismo tus propios rollitos vietnamitas” que estaban recojoneros. En este punto la gallina nos cuenta que cuando vas con Merino de viaje (uno de los protagonistas de Escocia en moto, también publicado en Conlagallinaacuestas) estos problemas con los idiomas son inexistentes. Y a la cama que mañana madrugamos Buenas noches majos.