Sri Lanka – Dambulla y Sigiriya: de roca en roca y tiro porque me toca (II)

El viaje desde Dambulla a Sigiriya es bastante corto así que lo hicimos en un periquete. Pusimos la maquina revolucionativa a la vertiginosa velocidad de 40 km/h y nos plantamos a los pies de la Roca del León en un suspiro. Y es que, lo de ponerse a los pies de la roca, no es para nada difícil porque el pedrusco domina todo el paisaje. Os describo el lugar: un mazacote de piedra en tol medio de una llanura en la que no hay nada más que selva y naturaleza. Algún iluminado vio el negocio, puso un pueblo justo al lado de la roca, le bautizó con el nombre de Sigiriya y él solito se llenó de turistas. Es lo que tienen la globalización, el Instagram y los programas de tv de la Pedroche: pones un par de fotos y tres escotes bien apechugados y se te llena el pueblo de japoneses.

Total que hacia el mediodía estábamos ya dando vueltas buscando un sitio donde hospedarnos. Tras varios intentos infructuosos en lugares que tenían una pinta muy buena, empezamos a pensar que tanto japonés suelto por allí no iba a ser bueno para nuestros intereses. Y conforme íbamos acercándonos al pueblo, peor se ponía la cosa. En una de estas, Laurita, que para lo que quiere tiene una memoria prodigiosa (y para otras cosas no tanto), me señala una casa al borde de la carretera y me dice «esa sale en la Lonely«. No suelen ser buenos compañeros de viaje lo de salir en la guía y tener habitaciones libres, pero por preguntar no perdíamos nada. Así que tiro de freno de mano, el tuk-tuk que tompea rollo Miami Vice, bien de humo y derrape en medio de la carretera y para dentro (bueno, a ver, igual no fue exactamente así, pero no andaría muy lejos tampoco).

A esto se le llama aparcar en la puerta
A esto se le llama aparcar en la puerta

Tras arduas negociaciones con el sheriff de la Lal Guesthouse, que duraron unos treinta segundos, aceptamos quedarnos en una habitación familiar para cinco personas, con tres camas y mas grande que las últimas tres habitaciones juntas en las que habíamos dormido por un montante total de 3000 LKR (18€) con desayuno incluido. Pusimos cara de «pero por este precio te tendrás que esforzar con el desayuno, pájaro», nos dimos un apretón de manos, nos enseñó la casa y nos puso al día de cuando y cómo teníamos que visitar la roca. Con los deberes hechos y con una ducha de agua fría para refrescar el cuerpo (que nadie piense mal, que no estaban las temperaturas ambientales como para acercamientos conyugales), arrancamos de nuevo el tuk-tuk que habíamos aparcado en la misma puerta de la habitación y nos dirigimos hacia el pueblo a rellenar el estomago. Lo cierto es que nos esperábamos lo que encontramos allí: más foráneos que locales y un pueblo construido para el turismo. Restaurantes, tiendas, hoteles,… muy pequeño, muy recogido y coqueto todo, pero nada que ver con la Sri Lanka que conocíamos. Nos metimos en un buffet a por el correspondiente rice & curry, nos clavaron como si estuviéramos en el Bulli y nos volvimos para casa. Otra ducha, siesta y a esperar que llegaran las tres, hora a la que nuestro anfitrión nos había recomendado visitar la roca.

Cruzando los dedos para ver si teníamos suerte y no nos encontrábamos con medio Tokio en la Roca del León, llegamos al recinto a la hora convenida. Y enseguida nos dimos cuenta de que deberíamos haber cruzado algún dedo más. Resignados, pagamos los 4260 LKR (30$) por cabeza que cuesta la entrada para los extranjeros y empezamos la visita. Recomiendan por ahí empezar por la roca y terminar por el museo y los jardines para evitar el calor de la mañana. Como nosotros lo hicimos por la tarde, empezamos por el final: jardines, museo y roca. A ver si así, con un poco de suerte, pillábamos menos gente y bajaba un poco la temperatura al atardecer.

Las zarpas del león sin japoneses molestando
Las zarpas del león sin japoneses molestando

Cuentan las malas lenguas que el museo que tienen allí montado es imprescindible para entender todo el tinglado de la roca, su origen, su historia y demás. Si lo que quieres es aprovechar los 30 dólares que te han cobrado en la entrada, vete, date un paseo por allí, mira las fotos y poco más. Pero hacer el recorrido al revés de como recomiendan tiene una cosa mala: tienes tantas ganas de subir a la Roca del León que todo lo demás te sobra. Esto es lo que nos pasó a nosotros. Estas en el museo pensando «a ver cuando se termina esto que quiero tirar para arriba ya». Si no hubiera sido por el señor encargado del museo que cogió a Laurita por banda, la disfrazó de paisana srilankesa, con su turbante, vasija de barro debajo del brazo, y cesta de mimbre en la cabeza incluidas y la puso a posar cual modelo del Hola en una recreación de poblado típico que tenían allí, la visita la habríamos terminado en 10 minutos. Pero claro, con ese panorama… ¿quien no va a aprovechar el momento para reírse un rato? (Hay fotos del pase de modelos, que conste, pero una parte de conlagallina tiene amenazada a la otra con torturas indescriptibles e incluso muertes dolorosas varias en caso de ser publicadas).

Visto el museo y todavía con las lagrimas en los ojos del espectáculo vivido ahí dentro, enfilamos el camino a la roca. La verdad es que, cuando te pones delante de la piedra y ves ese pedazo pedrusco frente a ti, lo primero que se te viene a la cabeza es «¿pero quien ha puesto esto aquí?» La imagen es impactante: una roca rojiza con paredes casi verticales que se elevan hasta una cumbre llana de 1,6 Ha, en el medio de las llanuras centrales del país. Sin duda, una de las imágenes más espectaculares de Sri Lanka. La gallina alucinaba en colores. Con una cosa así delante de ti, no te queda otra que subir, aunque tengas que sortear a los 250 mil japoneses y turistas de otros países que abarrotaban la escalinata de subida. A base de codazos, empujones y más paciencia que todos los santos del budismo e hinduismo juntos, lográbamos ascender poco a poco. Pasamos junto al los frescos, la pared del espejo y las zarpas del león. Olvidaos de fotografías espectaculares y/o artísticas: tires lo que tires te salen tres o cuatro japos haciendo el bobo. Así que, resignados, nos dedicamos a intentar terminar la ascensión hasta la cima sin que nuestros instintos más básicos nos hicieran empujar a alguien al vacío.

 

Vistas desde la cima
Vistas desde la cima

Merece la pena el esfuerzo, merece la pena aguantar a los japos y merecen la pena todos y cada uno de los treinta dólares que dejamos en la taquilla. Cuando llegas a la cima se te van todos los males, respiras hondo y sólo puedes dedicarte a contemplar lo que tienes a tu alrededor. Toda la llanura central de Sri Lanka a tus pies; bosques, selva, naturaleza en estado puro mires hacia donde mires. Estás en una explanada de hectárea y media rodeado de los restos arquitectónicos de lo que fueron edificaciones del antiguo imperio ceilandés de Kassapa y te sientes como si tuvieras todo el país a tus pies. En definitiva, un espectáculo para la vista. Sólo hay un problemilla: si bien no dejan de ser unas vistas impresionantes, que en la «foto» no se vea la Roca del León le quita bastante encanto al asunto. ¿Puede decirse que son las mejores vista de Sri Lanka aquellas en las que no se ve lo más bonito del país? Está claro que no. Pero nosotros, que somos gente muy leída, teníamos remedio para esto. Y este remedio se llama Pidurangala Rock, un montículo elevado al sur de la Roca del León, desde donde presumíamos que el espectáculo sería, entonces sí, completo.

Pero esa aventura la dejaríamos ya para el día siguiente. Ahora tocaba bajar. Más de lo mismo: codazos, empujones, insultos que nadie entiende… y así hasta llegar abajo, darte la vuelta y contemplar la roca por última vez, con los colores del atardecer enrojeciéndola más si cabe. Deshicimos el camino andado a la ida, llegamos hasta el tuk-tuk y, ya completamente de noche, nos encaminamos hacia la salida. Tuvimos que hacer un poco de monte a través con La Perla ya que nos encontramos con la valla de acceso cerrada y no podíamos salir. Nada que no pudiéramos solucionar con un poco de tozudez y bastante catetismo ilustrado. Aunque todavía era pronto, decidimos que el día había dado para mucho y que no era cuestión de alargarlo más de la cuenta. Así que, esta vez, las cervezas serían tempranas. Buscábamos un garito donde nos sirvieran alcohol, tarea harto difícil en algunos lugares de Sri Lanka, y un buen hombre que nos vio con cara de panolis, nos ofreció su bar: el famoso Shenadi. Comparado con los que le rodeaban, todos preparadísimos para las hordas de turistas que que pululan por allí, el nuestro era lo más cutre del lugar. Pero como ya os hemos dicho otras veces, a nosotros la cutrez nos pone. Así que asentamos nuestros cansados culos en la terracita (por llamarlo de alguna forma) del lugar, pedimos las cervezas y, ya puestos, la cena, y nos quedamos allí sentados charlando con el dueño y viendo pasar a lo más granado de la flora y fauna turística japonesa y de otras partes de la galaxia.

La Roca del León al atardecer
La Roca del León al atardecer

 

El trato, la cerveza fría y la cena fueron merecedores de un «Gallina World Award», exclusivos premios que concede la gallina cuando esta muy a gustico en algún sitio. Y el Shanadi se lo había ganado. El día no daba para más. Agotados de tanto subir y bajar rocas, decidimos que era buena idea irse al sobre. Nos despedimos del dueño del bar, arrancamos el tuk-tuk y diez minutos más tarde estábamos en la cama. Había que reponer fuerzas. Aún nos quedaba una roca más: Pidurangala Rock o el truco del almendruco. Pero eso ya lo dejaríamos para el día siguiente. Empezábamos a poner rumbo al este.

 

 

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